Resumen |
Arte y sociedad en Chile, 1650-1820 Isabel Cruz: La otra historia\Doctora en Filosofía y Letras, profesora titular de la Pontificia Universidad Católica, experta en Historia del Arte, el trabajo de Isabel Cruz se caracteriza por revelar ámbitos poco abordados, que circundan los grandes tópicos de la historia y expresan mucho de la cultura de un tiempo y una sociedad. La vida privada, las manifestaciones artísticas, las usanzas, rituales y costumbres son material historiográfico para la investigadora, en la construcción de obras con abundante documentación y una fina interpretación, que nunca abandona la perspectiva estética. Destacan entre sus publicaciones: Arte en Chile, Historia de la Pintura y de la Escultura, Desde la Colonia al siglo XX; Arte y Sociedad en Chile 1550-1650; La Fiesta. Metamorfosis de lo cotidiano; El Traje. Transformaciones de una Segunda Piel; La Muerte. Transfiguración de la Vida y Lily Garafulic. Forma y Signo en la escultura chilena contemporánea. Esta útlima forma parte de un conjunto de publicaciones dedicadas a grandes escultoras chilenas. Además, Isabel Cruz prepara actualmente un trabajo sobre la comida en la época colonial. ISABEL CRUZ, La Muerte. Transfiguración de la Vida, Ediciones Universidad Católica de Chile, 326 páginas, Santiago, 1998.\Entre muchas reflexiones originales y agudas, la autora de este libro señala que los historiadores pasamos mucho tiempo en compañía de los difuntos (pág. 25). Isabel Cruz ha escogido la muerte misma como tema o, más bien, cómo la sociedad se relaciona con la muerte o cómo el ser humano modela el rostro de la muerte (págs. 389 y 21). Esta historiadora conoce bien las afinidades que el conocimiento del pasado mantiene con la antropología cultural: ya antes sus temas de investigación fueron la fiesta y el traje. En tal sentido, La Muerte… constituye la tercera obra de una trilogía. Ya los antropólogos y etnólogos nos habían enseñado a ver que, en estos tres temas, había hechos sociales y evolutivos cuya historia era preciso escribir. Para ello, cabía recurrir a nuestros historiadores románticos de gran curiosidad etnológica, como Diego Barros Arana, a quien Isabel Cruz se refiere con muy buen criterio.\Alrededor de 1968, la muerte se convirtió en tema de punta de la nueva historia francesa, con Pierre Chaunu, François Lebrun y Michel Vovelle. Esta nueva historia de la muerte, como la llamó Emmanuel Le Roy Ladurie, en un artículo que Isabel Cruz cita con justa razón, adoptó un punto de vista antropohistórico. Anteriormente, los historiadores habían estudiado la muerte por el lado demográfico y con métodos cuantitativistas (con Chaumu a la cabeza). Poco después se convertía en objeto de un nuevo campo de investigación: la historia de las epidemias y de la mortalidad, campo que derivaba hacia la historia de los procesos ecológicos. La importancia que se dio a las epidemias vino a revolucionar nuestra comprensión de aquel encuentro de dos mundos que surgió de la conquista española de América, así como de la formación de la ciudad occidental moderna entre los siglos XVII y XVIII.\Tales son hoy los principales enfoques históricos de la muerte, en cuyas filas figura la antropohistoria. Los menciono porque muerte y epidemias tienen que ver con la época que se trata en este libro: el barroco hispánico, y forman su telón de fondo. Por lo demás, no se podría haber elegido una época que se preste mejor al estudio de la muerte: este período, como lo recuerda Isabel Cruz, crea un imaginario profuso de la muerte (pág. 21). El barroco celebra la muerte. No se comprendería esta actitud sin recordar que está informada por la fe en el más allá. El barroco narra no el triunfo de la muerte sino el triunfo sobre la muerte (pág. 193).\Creencias, pero también sentimientos que se alimentan de la muerte y significado que se le atribuye, ya se trate de su propia muerte algún día o de la de un prójimo, ocurrida de pronto, o aun la de un personaje importante de la ciudad, incluso de alguien a quien nunca se conoció, como el rey, por ejemplo. De todo aquello la autora ha investigado manifestaciones individuales o colectivas, la expresión gestual, oral o plástica. En esta obra hay un repertorio de gestos y actitudes, de símbolos y contenidos, de ceremoniales (son palabras de la autora acerca del barroco, pág. 28), cuya amplitud y diversidad deben ofrecer un modelo para los estudios futuros. El trabajo de investigación etnohistórica ha llevado a la autora muy lejos: los sonidos (véase, por ejemplo, en la pág. 144, lo que se refiere a las campanas), colores, olores.\Lo anterior supone una amplia gama de fuentes; Isabel Cruz rastrea los indicios de la muerte en cuadros, documentos narrativos y administrativos, archivos notariales, libros de meditación y catecismos, etc. Es un agrado ver como la historiadora se ha medido con estos documentos y les conmina a responder... a veces sin lograrlo y entonces se impacienta con su exasperante mudez (pág. 149). Conservo en la memoria dos pasajes de la relación autobiográfica de Ursula Suárez, religiosa clarisa santiaguina en la época del estudio, que podrían contribuir a la reflexión que el libro desarrolla: cuando la niña asiste a la redacción del testamento de su abuela, quien ha hecho venir al notario a la cabecera de su lecho de muerte; y cuando, mucho después, la religiosa ve en sueños la muerte de su padre. En el tema de la muerte naufragan las metodologías establecidas, los enunciados a priori (pág. 11), advierte la historiadora. Ella tendrá, pues, que construir su objeto y los medios para aproximarse a él: la originalidad y el valor de este libro surgen también de la forma como está construido.\En la primera parte, se trata de la muerte ex tempore, como interrogante existencial que filósofos y teólogos nos ayudan a articular. Luego, en la segunda parte (la más voluminosa) penetramos en el tiempo: la propia organización del deceso. Esto quiere decir las disposiciones y los preparativos del interesado, cuando tiene las facultades para ello, luego los ritos y ceremoniales que se observan post mortem. Como observa la autora, son las dos maneras que tenemos de aproximarnos a la muerte: antes o después de que ocurra (pág. 27). La tercera y última parte se ocupa de los muertos: lo que se hace con el cadáver, la manera de honrar la memoria del difunto y lo que se dice de él o ella, la visión que se forman los vivos de su morada transitoria o eterna en el más allá. Y luego, a partir de visiones apocalípticas del infierno, como la del Cardenal Belarmino de la Compañía de Jesús, nos vemos trasladados súbitamente al presente, con el epílogo de La muerte. Transfiguración de la vida: la celebración de un 2 de noviembre en Chile hoy, la veneración de las animitas. Este presente nos sitúa en un tiempo distinto del de la segunda parte, a la vez más reciente, las flores y romerías a las tumbas datan del siglo XIX, y más largo, el del sincretismo religioso americano, del catolicismo mestizo de larga duración. Mencionar un episodio que ocupa su lugar en la segunda parte de este libro (págs. 215-238) me permitirá destacar dos aportes que son, en mi opinión, particularmente notables. Se trata de las manifestaciones organizadas en todo Chile, en junio de 1789, para celebrar las exequias, honras y sufragios de Carlos III, muerto en diciembre del año anterior. Serán las últimas de esta especie en Chile antes de la independencia. La sobriedad es de rigor, como lo manda una real cédula que aplica el capitán general Ambrosio O’Higgins, pero la historiadora marca el contraste que hay entre el discurso del representante del poder civil, el oidor decano de la Real Audiencia, y los elogios que pronuncian los miembros del clero: en el primero apunta la solemnidad grave (pág. 219) de la época clásica; en los segundos predomina la hipérbole barroca. Además, se hizo regresar de Lima al gran arquitecto Joaquín Toesca, para que ejecute los planos de un cenotafio que se erigirá en la catedral. A propósito de la estructura de madera y tela (mitad altar, mitad monumento) dominada por las alegorías de la muerte y el tiempo, a cuyos pies brillan y arden cientos de cirios, la autora tiene una frase que impresiona: un corazón frío abrasado en llamas (pág. 228). La idea del cenotafio viene de España con un desvío por México y Lima, verdaderas capitales junto a las cuales Santiago es tan poca cosa. Al menos hasta entonces. Porque el cenotafio alzado en la catedral de Santiago en 1789 nada tiene que envidiar a los demás. Señal de que los tiempos han cambiado, que la capitanía general de Chile se incorpora a la modernidad del siglo XVIII. Las fuentes permiten también saber de qué manera se celebraron estas pompas fúnebres en Valparaíso y Valdivia. Aquí todo ha sido más simple; se nota la distancia de la capital. El tratamiento que la historiadora da a este episodio ilustra, a mi entender, un concepto de la historia bajo la mira antropológica: Isabel Cruz se da tiempo para hacernos ver y oír. Luego analiza e interpreta, sin paráfrasis ni descodificación precipitada. Comparto su respeto por los textos. Es reconocer la solidez de las palabras y de las cosas y la resistencia de lo visible. Son palabras del filósofo e historiador Jacques Rancière, quien advierte contra la tentación de suponer que las imágenes están para transmitir mensajes y disimular realidades y pretender leer en ellas, de golpe, algo distinto de lo que dicen simplemente. Mi segunda observación se refiere al paso del barroco al clasicismo. Se trata del transcurso del tiempo, asunto primordial para todo historiador, que forma un leitmotiv en este libro, ya se trate de la simplificación de las fórmulas testamentarias o de las pompas fúnebres. El asunto se complica porque el romanticismo sigue de tan cerca al clasicismo (por ejemplo, las expresiones de dolor y de duelo entre los que rodean al difunto, las representaciones del infierno en los cuadros), que se hace difícil distinguir entre un barroco prolongado y el retorno a una fuerte expresividad y la exteriorización de sentimientos y creencias, y de sus representaciones. Ritmos distintos según la ocasión o que se sobreponen como en las manifestaciones ante la muerte de Carlos III; observándolos e interrogándose a fondo sobre sus significados, la autora ofrece a los historiadores, a partir de la historia cultural, nuevas luces sobre un tema que dista mucho de estar agotado: la Ilustración tardó en llegar a la América española. Según las regiones y de acuerdo con los registros de observación, se confunde con la Independencia.\Me he referido varias veces al tratamiento que da la autora a las fuentes plásticas. Aquí se encuentra ella en su terreno predilecto, del cual no conozco demasiado, ya que, por mis investigaciones, me encuentro sin cesar frente a la carencia de bellas artes que muestran, en la misma época, las islas azucareras del Caribe, más preocupadas del comercio. Pero ¿cómo no sentirse impresionada por todos los cuadros que la historiadora ha estudiado? (véase, por ejemplo, este detalle de La muerte de San Francisco y la reflexión que le inspira sobre novedad y tradición, pág. 158). He aquí una sociedad cuyas representaciones más fuertes de la muerte, aquellas que todos ven y veneran en las iglesias, vienen de afuera. El símbolo representa por definición una cosa distinta de su materia objetiva. ¿Se puede saber si estas representaciones ayudaron a configurar para los chilenos de entonces la idea de la muerte o bien si su imaginación se mantuvo extraña a esta expresión artística importada? Me hubiera gustado (pero mis observaciones son las de quien no es especialista en la materia) un tratamiento de esta cuestión per se, a partir de las escasas expresiones de arte religioso chileno que se han conservado, aquellos pocos óleos anónimos de la misma época (por ejemplo, el retrato post mortem de Bernabela de Hermua, pág. 89) o aquellos firmados del siglo XIX (aquel extraordinario Infierno del taller de Antonio Palacios y de Ascensio Cabrera, pág. 282-3). Me parece que aquí se inscribe en filigrana una invitación a los historiadores a reflexionar más sobre lo que fueron Chile y los chilenos de la Colonia, y sobre los términos de su pertenencia al mundo occidental. Para terminar, quisiera destacar el estilo elegante en que está escrito este libro; en este sentido también, Isabel Cruz logra cautivar nuestra imaginación junto con nuestra reflexión de historiadores.\Anne Pérotin-Dumon |